Procesión de ateos

EN EL primer cajón de cualquier motel de carretera de Estados Unidos hay una Biblia y a veces, si el motel es de categoría, un revólver cargado con cachas de nácar. En España lo único que se puede encontrar en el cajón de un motel es la muestra de Brummel de un padre divorciado. La reserva espiritual que antes pregonaba el Caudillo ahora la protegen las escuelas públicas manteniendo el crucifijo sobre el encerado a modo de aviso: así acabó el último que no hizo los deberes. Los presidentes juran el cargo en la Biblia obviando los libros de Cunqueiro. Y la Delegación del Gobierno acaba de prohibir gracias a Dios una marcha atea en Semana Santa. Combatir a la Iglesia con procesiones es una de esas maneras ortodoxas que tiene el movimiento librepensador de hacerse carne. Se trata de una contraprogramación al uso, como la que le hicieron a Valle Inclán en la mejor procesión que en España ha habido: la de su entierro. Lo subieron los obreros en un día oscuro de tormenta a Boisaca parándose para emborracharse en los bares. Llegaron pocos y a su lado iba la procesión paralela: un grupo de falangistas que había matado a un perro y lo llevaba sobre palos para enterrarlo al lado del escritor. Al dejarlo caer al foso los de Valle advirtieron un crucifijo en la caja: se lanzó un chaval para arrancarlo como un dentista. España ha acabado superando a su propia literatura con la fatalidad que eso conlleva. Su historia se ha escrito entre quijadas en medio del desierto. Por cada procesión se mata a un perro y se organiza otra enfrente por burla o hambre. Por cada desahuciado un jefe de oficina colgado, pues hay más violencia en un contrato firmado que en la soga. Este país siempre ha tenido guardada una justificación moral para todo, incluida una guerra civil. Aunque entonces estuviera más claro quiénes iban de azul y qué mundo se derrumbaba.